La entrada en vigor de los acuerdos entre el Reino Unido y la Unión Europea para completar el Brexit han desembocado en una situación inesperada para el Gobierno reaccionario de Boris Johnson. La escasez y desabastecimiento de numerosos productos y mercancías esenciales han servido imágenes impensables para una gran potencia capitalista.

Decenas de miles de trabajadores de la UE y extracomunitarios abandonaron el Reino Unido en las últimas semanas ante la avalancha de restricciones al empleo aprobadas por Johnson. La consecuencia inmediata ha sido una falta crónica de conductores de camión que ha desembocado en cierres intermitentes de gasolineras, con su secuela de largas colas e incluso peleas en las que permanecían abiertas, y supermercados con sus estanterías vacías.

Para responder a la crisis, el Gobierno tory no ha tenido más remedio que recurrir al ejército para asegurar el suministro de combustible, así que desde principios de octubre cientos de militares conducen camiones cisterna en un intento de recuperar cuanto antes la normalidad.

La decadencia del capitalismo británico

Johnson ha tratado de quitar gravedad al asunto presentándolo como una consecuencia meramente coyuntural de la culminación del Brexit, y semana tras semana anuncia que el retorno a la normalidad es inminente. Por su parte, la prensa burguesa europea responsabiliza en exclusiva a Gran Bretaña y pinta este caos como un merecido “castigo” a la población del Reino Unido por haber votado “Si” al abandono de la Unión Europea.

Si bien es cierto que el nacionalismo económico y el proteccionismo no son una solución a las contradicciones que sufre el capitalismo y sólo contribuyen a agravarlas aún más, la realidad es que los problemas de fondo de la economía británica vienen de mucho más atrás y ahora se ven agravados por las nuevas dificultades de la economía global.

La brusca subida de los precios de la energía y de numerosas materias primas y suministros industriales básicos, que están golpeando con mayor o menor intensidad a todas las economías capitalistas y disparando peligrosamente la inflación, complican la situación del Reino Unido y han llevado a los empresarios de importantes sectores industriales, como el acero, la industria química o la del cemento, a advertir al gobierno que si no reciben ayudas públicas que compensen el descenso de sus exportaciones a la UE cerrarán factorías y despedirán trabajadores.

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La brusca subida de los precios de la energía y de numerosas materias primas, que está golpeando con mayor o menor intensidad a todas las economías capitalistas, complican la situación del Reino Unido.

Dado el alto grado de integración de la economía del Reino Unido con la economía mundial y, de forma especialmente significativa con la de la UE, era inevitable que el Brexit trajese aparejados problemas de este tipo. El Reino Unido es una de las economías más internacionalizadas del mundo. Su comercio exterior aportaba en 2020 el 63% de su PIB, frente a solo el 35% de Japón o el 22% de Estados Unidos. Además, según datos oficiales de 2019, el 43% de sus exportaciones y el 52% de sus importaciones eran con la UE.

El camino tortuoso del Brexit

Precisamente por causa de esta fortísima integración de la economía del Reino Unido con el resto de la Unión Europea, un sector de la oligarquía financiera británica se opuso al Brexit e hizo todo lo posible por evitarlo.

Pero las advertencias y presiones de esos sectores empresariales no pudieron imponerse a un malestar social profundo, alimentado por décadas de recortes y retrocesos en los derechos sociales y laborales conquistados por la clase trabajadora británica tras la Segunda Guerra Mundial.

En la década de los 80, el gobierno conservador de Margaret Thatcher inició una cruzada de ataques a la clase trabajadora. Sus recortes y contrarreformas fueron consolidadas por los gobiernos laboristas de Tony Blair y, tras la crisis de 2008 y la vuelta de los conservadores al poder en 2010, la destrucción del estado de bienestar continuó a un ritmo aún más intenso.

La precariedad más extrema, cuya máxima expresión son los contratos de cero horas, en los que el trabajador está a disposición a tiempo completo, pero sólo recibe su salario por las horas en que el empresario le llama para trabajar, se impuso: hoy en día más del 25% de los nuevos puestos de trabajo se rigen por esta norma. La pobreza se ha extendido por todo el Reino Unido, especialmente en las antiguas ciudades industriales del viejo cinturón rojo (Liverpool, Oldham, Birmingham, Nottingham, Manchester…) y afecta a más del 20% de su población.

Amplias capas de la clase trabajadora y sectores empobrecidos de las capas medias identificaron a la UE como la causa de esas políticas de austeridad y abrazaron con convicción la causa del Brexit. Por supuesto, la incapacidad del Partido Laborista durante años por ofrecer una alternativa de clase y un programa de lucha a favor de políticas socialistas dio un gran terreno a la demagogia chovinista de la derecha.

El giro a la izquierda que significó el triunfo de Jeremy Corbyn fue completamente malogrado por sus vacilaciones. En lugar de enfrentar decididamente el sabotaje del aparato blairista y proponer una salida de la UE para aplicar medidas enérgicas a favor de la nacionalización de los sectores fundamentales de la economía, Corbyn mantuvo el apoyo a la UE considerándola una fortaleza de los derechos sociales.

Hay que volver a recordar también que la extrema derecha populista, como el UKIP, intentaron presentarse como los ganadores del Brexit e impulsar así su agenda racista y fascista. Pero pronto se estrellaron contra la dura realidad. Sus ideas fueron rechazadas por una mayoría de la clase trabajadora británica y de 4,3 millones de votos en las elecciones europeas de 2015 cayeron hasta los 554.463 en 2019.

Un sector mayoritario del Partido Conservador vio en la marea anti-UE una oportunidad para recuperar la popularidad perdida y hacer olvidar a los electores su responsabilidad en la grave crisis social que asolaba al Reino Unido. Pero el proceso de negociación con la UE para formalizar el Brexit se convirtió en un caos que engulló al gobierno y dividió a los diputados conservadores.

La primera ministra Theresa May, desgastada por las continuas derrotas parlamentarias a manos de sus propios diputados, acabó dimitiendo en mayo de 2019. Su sucesor Boris Johnson, consiguió finalmente la aprobación del acuerdo de salida de la UE, aunque para ello le hizo falta suspender la actividad del parlamento durante más de un mes y expulsar de su partido a 27 diputados rebeldes.

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Pronto quedó muy claro que ni un Brexit en líneas capitalistas, ni la permanencia en la UE, ofrecían una salida para la población trabajadora. La raíz de los problemas del Reino Unido es su imparable decadencia.

Pronto quedó muy claro que ni un Brexit en líneas capitalistas, ni la permanencia en la UE, ofrecían una salida para la población trabajadora. La raíz de los problemas del Reino Unido es su imparable decadencia. El país que un día fue el impulsor de la revolución industrial, el heraldo de la civilización capitalista, el poseedor de un vasto imperio colonial es ahora una potencia de segundo orden, cuya clase dominante solo puede sobrevivir explotando de forma más despiadada a la clase trabajadora y atrayendo al capital financiero mundial por su ventajoso régimen fiscal.

Perspectivas inciertas

Como estamos viendo estos días, el acuerdo del Brexit está haciendo aguas por su lado más débil: el estatus económico y comercial de Irlanda del Norte.

Lo acordado con la UE era que Irlanda del Norte continuaría formando parte del mercado único europeo y que, en consecuencia, no habría ningún tipo de frontera o restricción para el movimiento de personas y mercancías entre la república de Irlanda y las seis provincias bajo dominio británico. El equilibrio inestable alcanzado en Irlanda del Norte tras los Acuerdos de Viernes Santo de 1998, exigía que no se interrumpiera la creciente integración entre las dos partes de Irlanda.

La consecuencia de este acuerdo es que la frontera económica con la UE se trasladaba al interior del territorio del Reino Unido, levantando una barrera en el comercio entre Irlanda del Norte y el resto del país. Como era previsible, este acuerdo dificultó lo intercambios comerciales a través del Mar de Irlanda y soliviantó tanto al sector unionista de Irlanda del Norte como a los empresarios británicos que, debido a las normas de la UE, veían restringidos los intercambios en lo que formalmente sigue siendo su propio país.

Lo que subyace en esta situación es que Irlanda del Norte ha dejado de gravitar económicamente en torno al Reino Unido. La decadencia del capitalismo británico, unida al enorme salto económico de la república de Irlanda, han cambiado radicalmente la situación. Poco a poco Irlanda del Norte se desgaja del Reino Unido, y por mucho que un sector de la clase dominante británica patalee, el proceso parece imparable.

La parte de la clase dominante británica que añora los buenos tiempos en que Reino Unido era la principal potencia militar e industrial del mundo, y dueña de un imperio que incluía a la India, a Birmania y a una gran parte de África y del Oriente Medio vio en el Brexit una oportunidad de recuperar el esplendor perdido.

Su opción era salir de la UE, para firmar un tratado de libre comercio y una sólida alianza militar con Estados Unidos. El creciente enfrentamiento entre Estados Unidos y China les facilitó el terreno. El presidente Donald Trump alentó el Brexit, y con la intención de debilitar a la UE y de levantar un muro de contención frente a Rusia, propició la creación de un bloque de aliados europeos incondicionales encabezado por el Reino Unido y del que formarían parte Polonia, Hungría y Ucrania.

Londres ha sido durante muchas décadas uno de los más grandes centros financieros mundiales. En el pasado, el dominio británico sobre Hong Kong le proporcionó al capitalismo británico unas inigualables condiciones para canalizar todo tipo de inversiones desde Europa hacia China y los países del este asiático, y también en sentido inverso. Hoy, a pesar de su declive, todavía conserva una posición relevante y los servicios financieros aportan el 6% del PIB británico y alrededor del 10% de sus ingresos fiscales.

Pero el desarrollo del capitalismo chino minó poco a poco esa posición financiera privilegiada. Buscando la alianza con EEUU y apoyándolos en su batalla contra China por la hegemonía mundial, un sector de la burguesía británica intentaba recuperar al menos parte de la posición preeminente.

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Londres ha sido durante muchas décadas uno de los más grandes centros financieros mundiales. Pero el desarrollo del capitalismo chino minó poco a poco esa posición privilegiada.

Pero el sector financiero ha sufrido la misma acelerada decadencia que afecta al resto del capitalismo británico. En 2006, las compañías que cotizaban en la bolsa de Londres representaban el 10,4% de la capitalización bursátil global y el 36% de la europea. Hoy esos porcentajes se ha reducido hasta el 3,6% y el 22% respectivamente y, lo que es peor, las compañías tecnológicas aportan solo el 20% del valor cotizado en Londres, frente al 40% que aportan en Wall Street.

Ante esta debilidad británica, la burguesía norteamericana no ha tenido ni el más mínimo interés en concretar la oferta de tratado de libre comercio. Ni Trump, ni ahora Biden, han demostrado la menor preocupación por ayudar a la clase dominante británica a recuperar el esplendor, y el papel que le reservan es el de ser un simple ariete auxiliar en su confrontación económica con China y en la inevitable carrera armamentística que acompaña este conflicto interimperialista.

El laborismo bajo control de la derecha blairista

Igual que ocurrió en otros muchos países, la clase trabajadora y la juventud del Reino Unido giraron claramente a la izquierda ante los brutales recortes que siguieron a la crisis de 2008. Fruto de este giro fue el triunfo de Jeremy Corbyn en las primarias del Partido Laborista de 2015. Oponiéndose a las políticas de austeridad y defendiendo los servicios sociales, y avalado por varias décadas de militancia en el ala izquierda del laborismo, Corbyn movilizó a decenas de miles de jóvenes y trabajadores que se inscribieron masivamente en el partido y le dieron una rotunda victoria.

Pero la convocatoria del referéndum del Brexit, pocos meses después, fue una prueba que Corbyn no superó. Para hacer frente a una situación de crisis tan profunda como la que atraviesa el capitalismo británico, solo hay un camino: defender un programa socialista y llevarlo a la práctica mediante una movilización social formidable.

Corbyn cedió a las presiones de la derecha blairista en todos los asuntos de fondo. Permitió que miles de concejales siguieran aplicando recortes desde los ayuntamientos, renunció a la reselección de los candidatos a diputado, dejando en manos del aparato derechista la designación de los mismos, y, lejos de apelar a las bases para dar la batalla contra estos lugartenientes de la burguesía en las filas laboristas, intentó una y otra vez llegar a acuerdos para “apaciguarlos”.

Su política ante el Brexit no hizo más que debilitar su posición. No solo apoyó la permanencia en la UE como el menor de los males, se mostró un firme partidario de un segundo referéndum que pudiese revertir la decisión votada de salida de la UE y, cuando el gobierno conservador se sumía en el caos como resultado de sus divisiones internas, decidió actuar como “hombre de estado” y reclamó una política de unidad nacional para capear la crisis.

Todo esto, y muchas otras renuncias y errores que ya hemos analizado con mayor amplitud, hicieron fracasar a Corbyn, y frustraron el giro a la izquierda.

La derecha laborista, apoyándose en la burocracia sindical, aprovechó la debilidad de Corbyn para expulsarlo del partido y para afianzar las posiciones más reaccionarias del blairismo.

De esta manera, la ausencia de una alternativa de clase ha marcado el devenir de los acontecimientos políticos en los últimos meses. Al caos desencadenado por el Brexit se ha unido el terrible dolor y sufrimiento causados por una gestión de la crisis del Covid que dio más prioridad a mantener los beneficios empresariales que a proteger las vidas y la salud de sus ciudadanos. Incluso el Parlamento británico, en un reciente informe, no ha tenido más remedio que reconocer que la gestión del gobierno conservador es la responsable directa de miles de muertes.

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La ausencia de una alternativa de clase ha marcado el devenir de los acontecimientos políticos en los últimos meses. La experiencia de Corbyn y su derrota ofrece grandes lecciones a la vanguardia militante.

A pesar de todo esto, Boris Johnson no parece temer por el futuro de su gobierno. La pasividad de los sindicatos y el laborismo le dan oxígeno para continuar con sus políticas capitalistas, aunque se vea obligado a realizar algunas concesiones de poca monta para apuntalar la paz social. Esta misma semana ha anunciado una subida del salario mínimo del 6,6% a partir del próximo mes de abril. De esta forma el salario mínimo de un trabajador a jornada completa se incrementará en 100 euros al mes, hasta los 2.000 mensuales. Pero considerando el precio desorbitado de la vivienda, de los alimentos, del transporte, y la privatización de los servicios públicos, está subida es una gota en un océano.

Es evidente que los conservadores británicos no se han hecho progresistas. Al contrario. Saben que se sientan sobre un polvorín de descontento social y tratan por todos los medios de desactivar, o al menos retrasar, una posible explosión por abajo. Los recientes triunfos de candidatos de la izquierda en importantes sindicatos son una señal de que la furia está creciendo. Pero esa furia hay que transformarla en organización consciente, en militancia revolucionaria y en movilización en las calles.

La experiencia de Corbyn y su derrota ofrece grandes lecciones a la vanguardia militante. Es fundamental que la izquierda marxista británica las asimile para construir una alternativa obrera con raíces y credibilidad.


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