La pugna por la hegemonía mundial entre EEUU y China se extiende por todos los continentes y en todos los frentes de las relaciones internacionales, agudizada por la crisis capitalista. El régimen chino intenta taponar los boquetes abiertos por la sobreproducción, expresada en la vasta sobrecapacidad productiva y un crecimiento descontrolado de la burbuja especulativa, mientras la economía estadounidense sigue sin alcanzar una recuperación sólida y sostenida en el tiempo, a pesar de haber inyectado en los últimos siete años billones de dólares para salvar al sistema financiero y estimular la producción, una auténtica montaña de liquidez con tasas de interés cero. En un escenario de presiones crecientes, ambas potencias intentan superar sus problemas internos con una intervención agresiva hacia el exterior.

Los tratados de ‘libre comercio’ y la lucha interimperialista

China necesita asegurar nuevos mercados para dar salida a su exceso de producción y sostener sectores que muestran signos evidentes de sobrecapacidad productiva. Para ello está poniendo encima de la mesa multitud de proyectos a lo largo y ancho del mundo, apoyándose además en los cerca de cuatro billones de dólares en reservas monetarias de que dispone su gobierno. Entre las iniciativas planteadas destacan algunas de gran valor estratégico como la llamada “nueva ruta de la seda”, una gigantesca red de transporte que conectaría a China con Europa pasando por Asia Central y Oriente Medio, o la construcción de un canal que a través de Nicaragua una el Pacífico y el Atlántico. En esa misma línea está la reciente creación —con el liderazgo de Pekín— del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, que cuenta con la participación de 57 países, muchos de ellos aliados claves de EEUU como Reino Unido, Alemania y Francia. Una institución que no oculta su intención de competir contra otras bajo control estadounidense, como el Banco Asiático de Desarrollo (BAD) o el Banco Mundial.

Todo lo anterior enlaza también con la necesidad de China de posicionar el yuan como moneda de referencia a nivel mundial, una moneda con la que sólo se realizan actualmente un 2% de las transacciones comerciales, contra el 44% efectuadas en dólares. China quiere ganar peso dentro del FMI y que este reconozca a su moneda como parte de la cesta de divisas utilizables por los miembros de la entidad, en igualdad de condiciones con el dólar, el euro, la libra o el yen, algo que abriría además enormes posibilidades de expansión a las grandes multinacionales chinas.

Estas pretensiones expansionistas no hacen más que señalar el fuerte crecimiento del capital imperialista chino, que ha multiplicado su ofensiva en América Latina, Asia y África en la última década. Una amenaza directa y muy seria hacia el imperialismo estadounidense, que a su vez no se ha quedado con los brazos cruzados y ha respondido con planes igual de agresivos. El más importante es la gestación, después de varios años de negociaciones prácticamente secretas, del Acuerdo de Asociación Transpacífico, o TPP según sus siglas en inglés, y que agrupará a una serie de países (Australia, Brunei, Canadá, Chile, Japón, Malasia, México, Nueva Zelanda, Perú, Singapur, EEUU y Vietnam) cuyas economías suponen casi el 40% del PIB mundial.

Este acuerdo va a significar un importante retroceso en todo tipo de derechos sociales, medioambientales y laborales, privilegiando los intereses de las grandes multinacionales, fundamentalmente de las norteamericanas, en contra de los trabajadores. Pero el principal objetivo que EEUU busca con la firma de este tratado es generar un marco jurídico y político que le permita establecer una posición de control sobre las relaciones comerciales en toda la zona del Sudeste Asiático y el Pacífico, poniendo con ello freno a las aspiraciones chinas. El presidente Obama lo explicaba perfectamente al declarar que “cuando más del 95% de nuestros potenciales clientes viven fuera de nuestras fronteras no podemos permitir que países como China escriban las reglas de la economía global”.

Estados Unidos busca cerrar también otros acuerdos de “libre comercio” con similares objetivos, como en el caso del TTIP en Europa, tratado cuyas negociaciones se encuentran en la actualidad en un estado de estancamiento, básicamente por las reticencias francesas y alemanas. Aquí también asistimos a movimientos del imperialismo norteamericano para meter en vereda a sus aliados europeos, algo que ha quedado de manifiesto con el caso Volkswagen, sacado a la luz por la Agencia Medioambiental de EEUU, y que más allá de un asunto puramente técnico supone un claro aviso al gobierno alemán y a otros países europeos de hasta dónde están dispuestos a llegar los estadounidenses para defender sus intereses.

Aumentan las tensiones en el terreno militar

La crisis imperialista no sólo se dilucida por la vía puramente comercial sino que también tiende a acrecentarse en el plano militar. Estados Unidos ha intensificado su colaboración militar con varios países del Sudeste Asiático, especialmente Japón y Corea del Sur (que también se espera se sume próximamente al TTP), con los que de forma habitual realiza maniobras militares, al tiempo que pretende situar al 60% de su flota naval en la zona del Pacífico para el año 2020. Esa escalada militar de intimidación hacia China dio un importante salto adelante con el envío de un destructor lanzamisiles a las cercanías del arrecife de Subi, en el archipiélago de las islas Spratly en el mar del Sur de China, cuya soberanía es reclamada por Pekín y en el que ha construido una serie de islas artificiales donde se están ubicando instalaciones militares. La posesión de este archipiélago, que también es reclamado por Vietnam, Taiwan, Malasia, Filipinas y Brunei, es vital de cara al control del tráfico de mercancías en una región por donde circula un tercio del total del comercio mundial.

China está cambiando también sus objetivos estratégicos en el plano militar, que han dejado de centrarse únicamente en la defensa de su territorio. Para demostrar a EEUU que han llegado para quedarse, los capitalistas chinos han aumentado la capacidad de intervención de su ejército fuera de sus fronteras, sobre todo para defender las rutas navales que son clave para su actividad comercial. Dejando claro que no se va a dejar intimidar por EEUU, el gobierno de Pekín organizó un inmenso desfile con motivo del 70º aniversario de la victoria china contra Japón al finalizar la Segunda Guerra Mundial, y donde el Ejército Popular mostró un equipamiento militar de última generación, lo que no es ninguna anécdota. Para redondear el desafío, el invitado de honor al palco de autoridades fue Vladímir Putin. Precisamente la alianza con Rusia es otra de las bazas fundamentales para el gobierno de Xi Jinping, que ha apoyado sin ambages todos los movimientos de los rusos, tanto en el conflicto ucraniano como en su reciente intervención militar en Siria, al tiempo que también los necesita como aliados fundamentales para controlar Asia Central.

La situación que permitió durante un periodo que chinos y norteamericanos mantuvieran cierto equilibrio en sus intereses —con EEUU como gran importador de productos chinos y con China comprando cientos de miles de millones de dólares en bonos del tesoro y todo tipo de activos financieros para garantizar la estabilidad americana—, está puesta en la picota. Con el estallido de la gran recesión y la ruptura generalizada del equilibrio capitalista, ambos países tienen objetivos estratégicos que les enfrentan cada vez más. La propia dinámica imperialista agudiza las tensiones entre las dos grandes potencias del siglo XXI por la supremacía mundial, por el control de unos mercados demasiado estrechos para poder satisfacer las necesidades de ambos.


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