El gran juego imperialista en Siria y la intervención de Rusia

La intervención militar de Rusia ha puesto sobre el tapete no sólo la creciente tensión que viven las relaciones internacionales, también una nueva correlación de fuerzas mundial. Bombardeando con dureza las posiciones del Estado Islámico, Putin ha puesto en evidencia la hipocresía de Washington, Londres, Ankara o Riad en su supuesta lucha contra las milicias armadas del yihadismo, convertidas hace tiempo ya en el ariete del imperialismo occidental para acabar con al-Assad.

Lejos de llevar la democracia y la estabilidad política a Siria, las maniobras criminales de Occidente han provocado tal caos y destrucción en el país, que los cientos de miles de muertos, los millones de desplazados y refugiados, hacen de esta guerra una de las más crueles de la historia. Reproduciendo la misma estrategia empleada en Afganistán e Iraq, el avance del yihadismo más reaccionario y lunático señala también el fracaso del imperialismo occidental y de la OTAN.

La guerra en Siria

Sin duda, el gran juego librado en Oriente Medio marca un hito en el creciente enfrentamiento de las potencias imperialistas, una situación a la que sólo se le puede encontrar una comparación histórica en el periodo que precedió al inicio de la II Guerra Mundial. Tanto entonces como ahora, es el estado de crisis estructural del capitalismo —que sigue profundizándose como demuestra el estallido de la burbuja bursátil en China— lo que se encuentra en el origen del problema. Cada potencia imperialista, incluso las que aspiran a una hegemonía regional, busca esquivar la crisis y superar sus problemas internos incrementando su presencia política y comercial en el exterior. Como trasfondo, la pugna por la supremacía mundial que libran los EEUU y China, y que arrastra a los aliados de uno y otro bando, se desarrolla en todo el escenario mundial: en América Latina, en África, en Ucrania, en Asia y, por supuesto, en Siria y Oriente Medio.

La guerra en Siria se inicia en el año 2011 como consecuencia del proceso revolucionario que surge a raíz del estallido de la “Primavera Árabe”. Para la oligarquía de estos países, y especialmente para las de EEUU, Turquía, Arabia Saudí y las otras monarquías del Golfo, se encendieron todas las luces de alarma y actuaron consecuentemente. Lejos de fomentar la revolución, los imperialistas descarrilaron los movimientos de masas en su propio beneficio, aunque esto supusiera alimentar golpes de estado, romper la unidad territorial de estos países, alentar la aparición de milicias y nuevos señores de la guerra, y destruir las mínimas infraestructuras y equipamientos sociales a bombazos. Por supuesto, armar y ampliar el radio de acción de las organizaciones yihadistas no constituía ningún problema, si de esta manera se alcanzaban los fines perseguidos. Esta estrategia se empleó a fondo en países como Egipto, Libia, Yemen, se intentó en Túnez y ha tenido su correlato más sangriento en Siria donde el movimiento inicial contra el régimen de Al Hassad, que surgió en numerosas ciudades con reivindicaciones sociales y políticas marcadamente de izquierdas, fue derrotado por las fuerzas al servicio de EEUU y sus aliados, esto es, de los diferentes grupos yihadistas que iniciaron la guerra equipados y financiados por esos mismo poderes imperialistas.

La entrada en escena del Estado Islámico (EI), que a su vez se había ido fortaleciendo en Iraq a partir de la descomposición del país tras la invasión norteamericana de 2003, fue patrocinada por Turquía y Arabia Saudí, los agentes más reaccionarios de la zona y fieles aliados de Washington. Integrando y absorbiendo a muchos de los grupos yihadistas que combatían sobre el terreno, reclutando numerosas fuerzas en Iraq y otros países, y contando con la financiación generosa y las armas de Occidente, el Estado Islámico consiguió conquistar a lo largo del año 2014 una gran franja de territorio en Iraq y en Siria. Como ocurrió con los talibanes de Afganistán, los dirigentes del EI se fueron emancipando del control de los EEUU y poniendo por delante su propia agenda militar y política.

La debilidad de Estados Unidos y la intervención rusa

El deterioro de la situación, tanto en Siria como en Iraq, ha debilitado la posición de EEUU, fundamentalmente por su falta de apoyos fiables sobre el terreno. Sus teóricos aliados, Turquía y Arabia Saudí, juegan también sus propias cartas: apoyando al EI y a otras fuerzas islamistas ligadas a Al Qaeda, combaten a sus históricos enemigos, a Irán y Hezbollah, o a las milicias kurdas del PKK. Por otra parte, los planes de Washington para levantar una fuerza armada “moderada” que combatiera a Damasco y a los yiadistas, han fracasado miserablemente. Estas razones explican las vacilaciones de Obama a la hora de atacar las posiciones del EI, y que sus operaciones aéreas fueran más bien una cortina de humo para ocultar el callejón sin salida en el que se mueve.

Los norteamericanos han realizado diferentes movimientos con los que tratan de superar una dinámica que se les escapa de las manos. Su pacto con Irán va en esta línea, necesitan a sus otrora “archienemigos” para poder estabilizar la situación en Iraq y también para que colaboren con ellos en un posible escenario post al-Assad. Las últimas declaraciones de Obama y de su secretario de Estado mostraban un tono diferente, abriendo las puertas a una posible negociación con el régimen de Damasco. Así que del eje del mal, los Mulás iraníes se han convertido en aliados coyunturales, provocando a su vez la furia de los sionistas en Israel y de la familia real de Arabía Saudi.

Es precisamente la debilidad de Estados Unidos lo que ha abierto la posibilidad a Rusia para intervenir militarmente en el conflicto sirio, acción contra la que tanto los norteamericanos como sus aliados europeos poco han podido hacer más allá de emitir unas cuantas “declaraciones” patéticas de protesta, sin el menor efecto práctico. Lo fundamental a entender es que Rusia, y cubriéndole las espaldas China, ha considerado oportuno dar un puñetazo en la mesa exactamente igual que hizo en Ucrania. Años de repliegues de Moscú en sus zonas de influencia, de derrotas políticas frente a la OTAN, están dando paso a otro escenario, alentado por una correlación de fuerzas cambiante. No es menos cierto que la intervención de los aviones y la armada rusa se han producido en un momento muy delicado para el ejército de al-Assad, y cuando su régimen apenas controlaba el 25% del país. Las fuerzas del Ejército sirio están agotadas, y muy debilitadas por las bajas y las deserciones; a esto se suma unas condiciones catastróficas para la población que todavía permanece en territorio leal a al-Assad, y a la que una ayuda humanitaria que apenas llega no resuelve nada. La caída del régimen de Damasco hubiera puesto en peligro los intereses rusos, empezando la propia continuidad de su base naval en Tarsus, de vital importancia por ser la única que disponen en el mediterráneo.

Todas estas razones han abierto el escenario para la intervención rusa a través de una campaña de ataques aéreos que son apoyados sobre el terreno por las tropas iraníes y las milicias de Hezbollah; también el gobierno iraquí, que en última instancia responde a los intereses de Irán, se ha unido a esta coalición. Con todo, las aspiraciones de Rusia en la zona van mucho más allá de salvar a al-Assad. Su demostración de fuerza busca varios objetivos. En primer lugar, reafirmar su propia posición como potencia imperialista y romper el aislamiento que EEUU junto al resto de sus aliados trataron de imponerle desde la crisis ucraniana, exigiendo su lugar como actor clave de cara a cualquier negociación futura que pudiera darse. En segundo lugar, la agresividad de Putin responde también a la grave situación económica que atraviesa Rusia, con un sistema productivo obsoleto y poco competitivo, y totalmente dependiente de las exportaciones de petróleo y gas natural, cuyos precios se han hundido en los últimos meses. Se calcula que, sólo en el último año, tres millones de rusos han caído en la pobreza. Rusia hace su propio juego en la zona y, aunque por el momento ligue estos a la continuidad de al-Assad, no dudará más adelante en sacrificar a este, o cambiar su política de alianzas, si considera que con ello puede mejorar su situación.

La alargada sombra de Erdogan sobre el Estado Islámico

Turquía ha sido desde un primer momento el principal soporte del Estado Islámico: es a través del territorio turco por donde han recibido armas y combatientes y por donde han realizado a gran escala el contrabando de petróleo, su principal fuente de financiación. Con esta táctica, el gobierno de Erdogan busca usar al EI como ariete contra los kurdos y evitar que estos puedan conformar una zona independiente en el norte de Siria, además de contribuir a eliminar a al-Assad que junto a Irán es su principal rival en la región.

Pero la ligazón entre el aparato del Estado en Turquía y el Estado Islámico va mucho más allá, como han demostrado los atentados criminales contra la izquierda en Suruc y Ankara, en donde tanto la filiación islamista de sus autores como la permisividad de los servicios de seguridad turcos con los mismos es evidente. Erdogan está afrontando una situación difícil con una incipiente crisis económica y un importante ascenso de la izquierda tanto a nivel electoral como en su capacidad de movilización. Estos atentados le permiten utilizar la estrategia del miedo y atizar el nacionalismo turco para incrementar la represión política contra la izquierda y justificar nuevos ataques militares contra el PKK.

A pesar de todo lo anterior y de que Turquía es cada vez para el imperialismo norteamericano y europeo un aliado menos fiable, la Unión Europea no duda en seguir prestando un total apoyo al gobierno de Erdogan al que la propia Angela Merkel ha prometido acelerar el proceso de incorporación de Turquía a la Unión Europea. Detrás de esto hay otra razón sangrante: la UE necesita que Turquía se convierta en un estado tapón que impida la llegada de nuevos refugiados sirios y de otros países a territorio europeo. Actualmente más de un millón se encuentran en Turquía, y evidentemente Erdogan va a seguir jugando su baza de gendarme de las fronteras europeas para conseguir más concesiones de la UE y que ésta mire para otro lado ante sus evidentes conexiones con el yihadismo y el Estado Islámico.

Irán y Arabia Saudí, los dos grandes poderes regionales enfrentados

El gran juego para Occidente se complica aún más al considerar que uno de los grandes beneficiados por la evolución de los acontecimientos en Siria y Oriente Medio es, sin duda, Irán. El pacto firmado recientemente con EEUU ha supuesto para ellos una gran victoria política, que permitirá al gobierno de Teherán beneficiarse del fin de la política de sanciones que sufrían desde hace años. Pero este acuerdo ni mucho menos implica que vayan a plegarse a los intereses norteamericanos, como demuestra su alianza con Rusia de la que están además adquiriendo gran cantidad de armamento. Irán continúa siendo unos de los grandes valedores de al-Assad, cuenta con un enorme ascendiente sobre la comunidad chii de este país, y tendrá un papel clave en cualquier futuro proceso de transición en Siria.

Este fortalecimiento de Irán es visto con especial preocupación por su gran rival regional, Arabia Saudí. Los saudíes ya han puesto encima de la mesa un plan de seguridad colectivo para reforzar la alianza de las monarquías del golfo de cara a frenar la amenaza iraní. Su intervención militar en Yemen contra los houthis —una facción yemení a la que Irán ha prestado cierto apoyo— que ha causado miles de muertos y a la que occidente por razones obvias no da la menor importancia, tiene también el sentido de mandar un mensaje a Teherán de que no van a quedarse de brazos cruzados ante el aumento de su influencia en lo que consideran su “patio trasero”. La escalada de tensión entre iraníes y saudíes no ha hecho más que ir en aumento en las últimas semanas: por un lado por las acusaciones cruzadas por la muerte de de 464 iraníes en la avalancha humana que ocurrió durante el Hajj en Mina, y por otro lado por la retirada por parte de Bahrein, importante aliado saudí, de su embajador en Teherán tras acusar a Irán de injerencia en sus asuntos internos. La intervención rusa e iraní en Siria ha supuesto también un duro golpe para el “Ejército de la Conquista" una coalición militar conformada principalmente por Jabhat Al-Nusra y Ahrar Al-Sham, dos grupos yihadistas ligados a al Qaeda y que reciben gran parte de su financiación de Arabia y Qatar.

En los últimos años la situación en Siria y en el conjunto de Oriente Medio no ha hecho más que deteriorarse mientras un número creciente de actores internacionales mete sus manos en la zona. No se puede plantear una solución en Siria que pueda contentar a todas las partes, los objetivos de Rusia entran totalmente en contradicción con los de EEUU, lo mismo que los de Irán con Arabia Saudí o los de los kurdos con Turquía. Cualquier plan de pacificación partirá de bases muy precarias y difícilmente será duradero. El problema ya no es al-Assad, al que sus ahora aliados no van a tener ningún problema en sacar del poder si en el futuro lo vieran necesario; ni los diferentes grupos yihadistas, en última instancia elementos contrarevolucionarios al servicio del imperialismo. El problema es, y seguirá siendo, la irresoluble confrontación imperialista que está arrastrando por el camino de la barbarie y la guerra a cada vez más territorios de Oriente Medio, África y otras partes del mundo, y que plantea la revolución socialista como una tarea histórica a realizar con urgencia.


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